miércoles, 24 de marzo de 2010

CULPABLE

Paisaje isleño santafesino
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A los vagos...
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Llegué a casa desencajado. Dos días atrás me había ido al río con mis amigos y no debería haber vuelto sino hasta el domingo. Por lo que ni Lucía ni ninguno de mis hijos me esperaba ese viernes por la tarde. Abrí con mi llave y entré sin decir nada. Lucía escuchó el ruido de la puerta y pegó el grito: ¡¿Quién es?! Me limité a tartamudear un soy yo para tranquilizarla y me metí en el baño antes de que me vieran y sin siquiera saludar.
Yo se lo había dicho a los muchachos: no lleven las armas, déjense de joder. Pero no, siempre son los mismos boludos que se creen que porque se van a pescar al río van a vivir una historia de vaqueros, pero con los pobres pájaros, que qué puta de culpa tienen de que a los hombres les guste demostrar su puntería. Y las llevaron. No una cada uno porque si no ya hubiese sido el far west. Federico, Mateo y Gonzalo fueron los únicos imbéciles. Y uno siempre se predispone... y ese miércoles, cuando ordenábamos las cosas en la lancha y los vi con las pistolas y la escopeta, se me fueron hasta las ganas de pescar. Intenté persuadirlos para que no las llevaran y me contestaron, medio en joda y medio en serio: ¿No escuchás las noticias, vos? Hay una banda en el río que se dedica a asaltar y a matar pescadores deportivos... Cuando escuché la palabra deportivos casi me reí pero me contuve. Además tenían razón. Días atrás habían asesinado a tres pescadores aficionados en una isla en El Biguazal y no era joda. No tuve otra opción que callarme y aceptar la compañía —para mí nunca agradable— de las armas de fuego.
Lucía corrió preocupada hacia el baño. ¿Qué pasó? ¿Qué tenés? ¿Estás descompuesto? ¿Por qué volviste hoy?, y no sé cuántas otras preguntas más me habrá hecho en ese momento ya que no la escuchaba, y la tranquilicé con un me estoy cagando desagradable, como para que me dejara en paz al menos por un rato. La reacción no se hizo esperar: Siempre el mismo ordinario... ¿Por qué no te quedaste con tus amigotes —palabra que destacó despectivamente— un mes más en ese río... y se alejó, cosa que deseé desde el principio. Mi mente estaba a punto de estallar. A pesar de no tener ganas de dar rienda suelta a mis necesidades fisiológicas, me senté igual en el inodoro y me tomé la cabeza con las dos manos. Cerré los ojos y tuve ganas de morir. ¿Cómo iba a hacer para salir adelante después de lo ocurrido? ¿Con qué cara podría salir de ese baño y mirar a mis hijos a los ojos? ¿Qué explicación le daría a Lucía? Jamás había sentido una sensación semejante. Tenía el estómago revolucionado y las ganas de vomitar eran cada vez mayores. Me largué a llorar. Siempre fui un tipo recto, jamás me mandé alguna macana y no porque no lo hubiese podido hacer sino porque no soportaría que alguien me lo echara en cara. Jamás me quedé con un centavo ajeno. Jamás acepté algo que no correspondía aceptar. Siempre actué teniendo en cuenta a mis hijos, el buen ejemplo... Y ahora esto... ¿Cómo les voy a explicar lo que pasó? El mundo se me vino encima. Mi conciencia, siempre tranquila, no encontraba ahora la paz perdida. ¿Qué mierda pasó por mi cabeza en esos segundos? No me alcanzaba el tiempo para pensar en lo que tenía que pergeñar para justificarme, o directamente no encontraba justificación a mis actos terriblemente absurdos, esos que uno ni siquiera en sueños los comete porque su otro yo no se lo permite. Jamás la maldad o el odio o la injusticia habían sido mis aliados. Y ahora, conspirados, me habían abordado como piratas. Suponía la preocupación de Lucía y la confirmé cuando a los veinte minutos golpeó la puerta del baño y preguntó casi con miedo si estaba bien. No tenía ni siquiera ganas de contestarle, no tenía ganas de pensar que estaba en mi casa, hubiese preferido estar en Rusia, en Bosnia, en Irak o en alguna de las conflictivas fronteras de Israel. No quería pensar que detrás de esa puerta estaba Lucía, que estaban los chicos esperando ver si les había traído algún pescado, como se lo había prometido. Pescados... Estoy mejor, dije para tranquilizarla un poco y poder estirar el tiempo hasta el infinito. Me voy a bañar. Lucía ni siquiera pensó sus palabras, sé que les salieron bien de adentro: Hubieses podido saludar primero... ¿O tenés algo urgente que lavar?..., terminó diciendo irónicamente. Toda pesca era causa de pelea con la mujer. Los hombres éramos conscientes de ello, sabíamos que una semana antes de partir deberíamos aguantar la cara de bronca y el reproche previsible del Claro, total me dejás cinco días a mí sola con tus hijos —con el posesivo bien remarcado—; andá tranquilo nomás, hacé tu vida... Y sabíamos que después de tres o cuatro días del regreso los ánimos se calmaban... hasta la próxima pesca. Era como un deporte. Deporte como la pesca, que para mí había pasado a ser mi sentencia definitiva.
A las cuatro de la mañana de ese viernes Federico, Mateo, Gabriel y Toti se subieron a la lancha y fueron a recoger las redes que habíamos tirado en el cruce del río Colorado con un riacho. Nos quedamos en el campamento con Gonzalo tomando vino y escuchando música de la radio, con la sola luz de una pequeña fogata que en cualquier momento se apagaba. No había luna; en el cielo las estrellas realmente eran infinitas. El silencio era interrumpido por los siempre desconocidos y misteriosos ruidos nocturnos de la isla. Como a los diez minutos escuchamos en la costa, que estaba a unos treinta metros del campamento, el ruido de unos remos revolviendo el agua. Nos miramos y el hijo de puta de Gonzalo no tuvo mejor idea que preguntarme: Che, ¿no serán los asesinos del río? El escalofrío casi me mató. Gonzalo tenía realmente cara de estar aterrado. Como enloquecido, tiró una frazada arriba de la fogata y la apagó. Ahí sí que no vimos más nada. Más que ver, imaginábamos lo que podía estar frente a nosotros. ¿Serán?, volvió a insistir Gonzalo con marcada preocupación. Y no sé por qué —quizás el instinto de supervivencia— le pregunté: ¿Tenés la pistola? Creo que intentó mostrármela en medio de la oscuridad absoluta. Sí, murmuró. Nada se escuchaba. El ruido de los remos ya no se oía, señal de que ya habían llegado. De repente, pasos en los yuyos, ruidos de pajonales. Nos van a matar, dijo en voz muy baja pero desesperadamente Gonzalo y yo casi me orino encima. Me hice el valiente y ante la absurda e inesperada cobardía de mi compañero le pedí la pistola. Temblando, me la dio. Ni siquiera sabía cómo apretar el gatillo, pero la tomé entre mis manos y grité con toda mi bronca: ¡¿Quién está ahí?! ¡¿Son ustedes?! Tenía la esperanza de escuchar la voz de Federico, de Mateo, de Gabriel o de Toti, para que me tranquilizara definitivamente, pero no fue así. Alguien gritó palabras que no entendí y tampoco conocí el tono de la voz. Nadie conocido era. Y se lo notaba nervioso. Apunté hacia la voz porque no veía nada. Juro que me temblaba hasta el último de mis cabellos, pero no dudé en volver a gritar ¡¿Quién está ahí?! Nadie respondió ahora. Y volví a escuchar el ruido del pajonal. Era evidente que alguien se acercaba. Agarré la linterna y apunté hacia delante. Dos sombras se arrojaron al piso y una tercera dudó en hacerlo. Como no se habían identificado, el terror me invadió y disparé. No una sino cinco veces. Y con cada fogonazo advertía cómo la sombra recibía los impactos y lentamente se iba desplomando. Gonzalo gritó alegremente ¡Le diste, le diste!, y en mí el terror se avivó, no por haberle pegado a alguien sino por haber gatillado un arma, algo que jamás había hecho. No supe qué hacer. Gonzalo de repente se largó a reír y recuerdo que lo puteé. ¿Qué gracia le podía causar ver caer a un tipo con cinco disparos en su cuerpo? Yo sabía que todavía quedaban dos, pero no sabía qué hacer. Advertí por los ruidos que otro de los desconocidos se movía. Estaba muy loco y volví a gatillar reiteradas veces. Recién ahí me di cuenta de que en el cargador ya no quedaban proyectiles. Y sentí un quejido. Le había pegado seguramente a otro, pero no había forma de corroborarlo. La oscuridad era absoluta. De pronto Gonzalo me dijo que fuésemos a ver y agarró una linterna. Le dije que todavía quedaba uno pero me dijo que no importaba, y con una valentía inesperada en él, salió corriendo hacia el lugar donde yacían las víctimas. ¡Vení, pelotudo!, gritó de pronto con desesperación y hacia allí corrí. La linterna alumbraba la cara aterrada de Gonzalo y me dijo mirá. Recuerdo que salí corriendo y gritando. Dos o tres árboles interrumpieron mi desesperada huida. Caí muchas veces pero corrí sin control. Todavía no sé cómo llegué a mi casa luego de catorce o quince horas de lo sucedido.
A los cuarenta minutos Lucía insistió. ¿Querés que llame al servicio de emergencias? Mi respuesta fue negativa. Nada físico me pasaba. Si a alguien necesitaba era a un siquiatra. No sabía qué hacer. Perdería seguramente el trabajo. Pero eso no era nada comparado a los años que sabía que me iban a dar. De ocho a quince años de cárcel. Siempre y cuando los cinco disparos en el pecho no fueran interpretados como alevosía. Perpetua... Me imaginaba frente al juez, frente al fiscal, veía mi nombre en la crónica diaria de los pasquines de la ciudad, que darían rienda suelta a su morbosidad, a la increíble noticia de que un empleado del Poder Judicial se había convertido en un asesino, algo a lo que siempre había combatido desde su escritorio. Y Lucía y mis hijos detrás de esa puerta esperando que diera la cara, que los saludara, que les mostrara el surubí prometido...
La impresión fue muy grande. Tan grande que hoy no puedo salir de aquí ni con la ayuda del más experto penalista. Ni del mejor médico. Qué sé yo qué dijo el forense en su informe; ¿habrá tenido compasión por mi condición de empleado judicial? Luego me vieron tres médicos de la Corte. No sé qué habrán dicho, pero lo que sé es que no fui a la Alcaidía. Ahora estoy rodeado de gente que no comprende mi historia, por más que se las repita día tras día. ¿La comprenderé algún día yo? ¿Me comprenderá alguien algún día? Estoy vivo porque Lucía rompió la puerta. Minutos antes había decidido terminar con mi vida metiendo la cabeza en la bañera llena de agua. Me sacó casi inconsciente y el médico del servicio de emergencia me salvó por escasos segundos. Pero según parece no quedé muy bien. Algo en mi mente está fallando. Seguramente no es por la asfixia sufrida sino por el shock que me provocó ver a Federico tendido en el suelo, a pocos metros de la costa, con su cara manchada de sangre, muerto.
Nada ni nadie podrá quitar de mi alma la sensación de haber matado a mi amigo, a Federico, el imbécil que quiso llevar las armas por las dudas nos atacaran los asesinos del río. Jamás en mi vida alguien podrá borrar de mi mente la imagen de Federico con sus ojos abiertos perdidos en el infinito, tirado sobre el pajonal. Todas las sensaciones dieron vuelta por mi cabeza desde el momento en que salí corriendo del campamento hasta que hundí la cabeza en la bañera, dispuesto a terminar con mi vida. La desesperación fue absoluta: había matado a uno de mis mejores amigos y no sabía qué explicación daría a Lucía —mi eterna jueza—, a mis hijos —mis eternos guiados—, y a la sociedad toda, a quien debía obedecer y respetar según la educación en mí inculcada. Ya nada es igual. Perdí un amigo, perdí una familia, perdí mi trabajo, perdí mi honor, mi libertad, mi razón... Ya nadie podrá hacerme volver a mi estado anterior de felicidad. Ni siquiera Federico, que apareció al día siguiente de su muerte, en el sanatorio, muy alegre y me dijo que todo había sido una joda, que ya todo había pasado, que las armas tenían nada más que balas de fogueo. Pero yo no le creí. Yo sé que él me miente para que yo me sienta bien, para que no me sienta culpable... pero sé muy bien que lo maté.

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