viernes, 2 de agosto de 2013

9 - EL CONDENADO


La justicia muy severa
suele rayar en crueldá:
sufre el pobre que allí está
calenturas y delirios,
pues no esiste pior martirio
que esta eterna soledad.

Martín Fierro


—¿Sabés por qué me hacen esto?
—Creo que sí.
—¿Por qué "creo"?
—Leí el expediente...
El joven de mediana estatura no preguntó más, sabía que el error había sido cometido y muy pocas esperanzas le quedaban de salvarse. Extendió su mano izquierda lentamente hacia el joven alto y delgado y este sujetó fuertemente su muñeca con el metal. Su mano izquierda quedaba libre.
—Me hace mal —protestó.
—¿Y qué querés que le haga?
—No sé, aflojala un poco...
—No se puede. Esperá que venga el cabo.
No le dolía, pero no podía verse con una mano sujetada por las esposas metálicas con doble seguridad. No entendía por qué hacían tanto trámite si él había aceptado ir allá sin oposición alguna. No quería pensar en nada y tampoco tenía ánimos como para conversar. El joven delgado —furriel de la Sección Justicia— se colocó en su muñeca izquierda el otro extremo de las esposas.
—A mí no me molestan.
—Yo tengo las muñecas más grandes...
—Quizás...
No sabía por qué lo había hecho. No podía explicárselo. En los interrogatorios había aceptado su culpa... pero él no creía ser el culpable. Pero entonces ¿por qué se resignó a aceptar esa culpabilidad? Sí, sabía que lo había hecho, él era el que había cometido el delito... pero no se sentía culpable.
Sentía el metal en su muñeca izquierda, no le molestaba pero fingía la molestia. Estuvo observando el gráfico de las actuaciones de justicia del año 1983 que colgaba de la pared en el cuarto donde se encontraba unido metálicamente con el joven alto y delgado.
Pasaban por su mente imágenes locas, desjuiciadas. No podía ni quería pensar en su familia. Se ruborizaba al pensar qué dirían sus padres del hijo perverso que tenían. Soy un demente, pensaba continuamente. La puerta de la Sección Justicia se abrió violentamente.
—¿Ya está? —preguntó el cabo, un flaco alto y con cara de nene.
—Sí, cabo. Dice que le molesta.
—No importa, vamos. El camino es corto.
Se dirigieron los tres hacia una camioneta verde. Un chofer esperaba con el motor en marcha. El cabo llevaba en su cintura una Ballester Molina 11,25 con dos cargadores. Los tres subieron a la camioneta y se amontonaron junto al chofer. Los movimientos de los jóvenes esposados eran torpes.
—Vamos —ordenó el cabo al chofer.
La camioneta arrancó lentamente y ninguno de sus pasajeros abrió la boca. El condenado miraba quizás por última vez ese lugar verde, cerrado, ese cielo falso que flotaba por encima suyo. Pensaba en su futuro, en qué le harían, en cómo sería ese nuevo lugar. ¿Por qué lo hice? La puta que los parió, se lamentaba, se arrepentía. Yo no lo quise hacer...
Recordó que desde el primer día que llegó a ese lugar se masturbaba todas las noches, como a las tres de la mañana, en el baño. Se cuidaba de que los "imaginarias" no lo descubrieran. No podía soportar un solo día sin hacerlo. Las mujeres que trabajaban cerca de él lo excitaban y no podía ni siquiera hablarles. Tampoco tenía dinero como para ir a la ciudad y pagar en un prostíbulo. Durante el día esperaba desesperadamente que llegara la noche para gozar nuevamente en soledad.
¿Por qué lo hice? Una lágrima recorrió su mejilla mientras la camioneta mantenía la velocidad en cien kilómetros por hora. El paisaje era triste. Campo amarillo, raso, sin árboles. Cada cinco kilómetros, más o menos, cruzaban alguna base o algún destacamento naval. Nadie hablaba. El cabo y el furriel habían encendido un cigarrillo. El condenado no había querido hacerlo.
Cuando llegaron a la Base Naval Puerto Belgrano el chofer se perdió y no supo llegar a destino. El cabo le preguntó a un conscripto que montaba guardia en un puesto y así pudieron llegar.
La entrada estaba vigilada por tres cabos y dos conscriptos vestidos con uniformes de gala. Detuvieron el  vehículo para identificarse y pasaron. Un letrero de más de veinte metros de largo rezaba con letras blancas: PRISIÓN NAVAL PUERTO BELGRANO.
El condenado sintió un escalofrío en todo el cuerpo, como una suave descarga eléctrica. La tarde estaba cayendo. Era un 6 de mayo y el frío no se hacía sentir demasiado. Pensó en sus veinte años...
—¿Cuánto me dieron?
—Creo que ocho. Pero si la llevás bien te pueden rebajar la condena.
Veintiocho años, meditó un instante. Creyó que durante un tiempo estaría muerto, y después, a vivir otra vez. Pero, ¿con qué cara iba a mirar a sus padres cuando volviera a su casa? Me escupirán... ¿O me entenderán? Se consideraba un enfermo mental porque lo habían examinado médicos y sicólogos. Un sicópata sexual, se autocondenaba.
Maldijo el momento en que hizo la promesa de no masturbarse más mientras estuviera allí adentro. Esa promesa fue la culpable de todo. Tres días pudo cumplirla, pero no pudo llegar a la cuarta noche. Yo y mis promesas idiotas... No pudo llegar a la cuarta noche.
—Vamos, bajen —ordenó el cabo en tono severo.
El condenado vestía uniforme de gala y llevaba en su mano libre un bolso azul con sus pertenencias. El furriel vestía uniforme camuflado al igual que el cabo. Este último adelantó su marcha hacia la puerta de entrada y los conscriptos esposados lo siguieron unos metros atrás.
—¿Cuál de los dos es? —preguntó el suboficial que los recibió.
—¡Él! —se apuró a contestar el furriel, señalando con su índice derecho al condenado.
El cabo y el suboficial rieron al ver la cara de espanto que había puesto el inocente. Pero el que no había hecho un solo gesto había sido el condenado. Su cara era inexpresiva. No sonrió. Se limitó a bajar la cabeza, mirar al piso sucio y esperar. El cabo abrió las esposas y los dos conscriptos se tomaron automáticamente la muñeca anteriormente esposada y se la masajearon un poco.
El condenado comprendió que ya no quedaba nada por hacer. Saludó al cabo apretando fuertemente su mano derecha y lo mismo hizo con el furriel. Los tres se miraron sin decir una sola palabra.
Cuando el cabo y el furriel se retiraron, escucharon cómo las pesadas puertas de hierro se cerraron a sus espaldas.
—¿Será loco? —preguntó el cabo.
—¿Qué sé yo, cabo? Si fuera loco... no tendría que estar acá, ¿no?
Siguieron caminando hacia la camioneta verde. Ya en viaje encendieron otro cigarrillo. El chofer, con un poco más de confianza causada por la ausencia del condenado, se animó a preguntar:
—¿Qué hizo?
El cabo miró al frente, hacia la ruta, y no contestó. Solo suspiró profundamente. El furriel le contestó, pero también con la vista puesta en la ruta:
—Tentativa de violación.
—¿A una mina?
—No... Al hijo del revistero... tiene ocho años.

Ninguno de los tres abrió la boca en el resto del viaje.

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