viernes, 10 de julio de 2020

DELINCUENTES



Eran cuatro. Tres pertenecían a la misma familia (dos hermanos y un primo). El restante, un incondicional. De los dos hermanos, una era mujer. La cabecilla, el cerebro. Sus variadas lecturas y su admiración por Tom Sawyer y Huckleberry Finn la habían ayudado a erigirse en líder de la banda. Dicen quienes los conocieron más de cerca que los hombres debían rendirle cuenta sobre su actividad delictiva y que ella celosamente guardaba lo malhabido en su casa. Nunca usaron armas, nunca maltrataron a sus víctimas. Si alguien les hubiese dicho que eso era un trabajo, no lo hubiesen hecho seguramente. A ella ser la jefa le daba seguridad suficiente como para ejercer dominio sobre sus compinches. Tomaba esa actividad como un pasatiempo rentable, como un hecho provechoso, pero por sobre todas las cosas, como un juego, una actividad que nadie la obligaba a realizar. Se sentía líder. Y así era feliz. 
La suerte fue por un tiempo su aliada pero, como ocurre siempre con esta clase de triunfadores, el éxito fue efímero. 
El final de las tropelías que habían comenzado quién sabe cuánto tiempo atrás, llegó antes de lo esperado en un comercio céntrico de la ciudad. El primo fue observado por una vendedora justo cuando tomaba lo que no correspondía y lo escondía en el bolsillo de la campera. El incondicional fue un poco más burdo para ocultar su botín y ante la desesperación por sacárselo de encima, se lo pasó a la jefa, quien lo ocultó bajo la ropa. No pudo pasar desapercibida. Los paquetitos de queso sustraídos por el primo tenían un tamaño ideal y tentador, pero la pelota de fútbol número cinco no fue fácil de disimular. Y menos aún estando inflada. El hermano menor los miraba absorto. Los cuatro fueron aprehendidos ese nefasto día en Casa Tía. 
Los delincuentes, con solo doce años a cuestas, debieron prometer el resarcimiento del daño para no ser reportados a la autoridad policial y, por ende, a sus padres. Y lo hicieron bastante rápido. En un descuido de una familiar cercana, se hicieron del dinero que estaba destinado a abonarle al sodero la compra mensual, y así evitaron que su accionar se hiciera público ante la sociedad, sus familias y sus amigos, delito cometido en un comercio del que, según dicen, muy pocos chicos de esa edad han podido salir sin llevarse su pequeño botín escondido…

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