viernes, 7 de octubre de 2022

LA PEATONAL


Siempre me gustó caminar. Considero que es un ejercicio muy efectivo para liberar la mente de la cotidianidad. Además, es un buen ejercicio físico, todo el mundo lo sabe. Los médicos te dan la receta con las soluciones mágicas que le hacen falta a tu salud para estar un poquito mejor, y en otro papelito con membrete de remedio de muestra gratis escriben con letra ilegible cada cuánto las tenés que tomar y, con un poquito más de ganas y prolijidad, anotan al final entre signos de exclamación: «¡Caminar!». Reconozco que nunca lo hice porque el médico me lo recomendase. Lo hago desde siempre. Un día un poco más, otro día un poco menos, pero intento no perder la regularidad. Y recién ahora lo hago para que no se me entumezcan los huesos o para que la espalda no me duela tanto por estar frente a la computadora demasiadas horas por día. Caminar para mí siempre significó despejar la mente. Cuando era joven, los problemas que me rodeaban no eran tantos ni tan graves. Por eso, más que liberar la mente de la realidad diaria, utilizaba las caminatas para soñar. ¿Soñar qué? Que me pasaban las cosas que quería que me sucedieran… así de simple. Eso me hacía sentir un poquito más feliz. O para jugar. ¿A qué? A caminar por una hilera de baldosas, o por el cordón de la vereda, pensando que si pisaba afuera o perdía el equilibrio, caería a un precipicio e indefectiblemente llegaría al final de mis días. Ahora, a mi edad, caminar es casi pura y exclusivamente un ejercicio de evasión, no solo porque lo sigo haciendo solo, como siempre, sino porque me calzo los auriculares y escucho la música que a mí me gusta a volumen diez. Es una linda manera de olvidarme de las obligaciones de todo tipo. Durante una hora, una hora y media, estoy solo en el mundo y nada me puede importar más que tararear canciones mientras camino hacia ninguna parte. ¿Y a qué se debe este palabrerío inútil que a nadie le interesa más que a mí? A que hace un par de semanas volví a recorrer las cuadras de la peatonal de mi ciudad natal, de mi juventud, y me trajo muchos recuerdos. Los más lindos, que por ser tales, se me fueron borrando poco a poco en la mente. Y los otros, tristes y dolorosos, se transformaron en imborrables. Justamente uno de estos últimos se me hace necesario contar, ya que ese día me encontré con Sofía.
No sé si seré preciso en algunos detalles, lo que sí afirmo es que omitiré mencionar nombres verdaderos como una manera de salvaguardar la dignidad de las personas después de unos… treinta y cinco o cuarenta años.
No quedaba cerca mi casa de la peatonal. Sin embargo, jamás tomé un colectivo urbano para llegar. Caminar las cuadras que me separaban de ella era el prólogo necesario para disfrutarla después recorriendo sus cuadras con paso firme pero lento, las manos en los bolsillos holgados de mis pantalones, como disfrutando ese esquivar gente desconocida, indiferente, apurada, ajena a todo lo que la rodeaba. Cosa que me gustaba por lo extraño y normal que era a la vez. Fumaba en aquella época, y los Particulares 30 me daban más seguridad, más confianza, para internarme entre esa muchedumbre. Yo sabía muy bien que esas largas caminatas que terminaban en la peatonal no las hacía por el solo hecho de pasear. Además de ser una forma de perder el tiempo con gusto, también lo aprovechaba para distraerme; pero en realidad, perseguía inexorablemente otro objetivo: encontrarla. La ciudad era muy grande y ella vivía lejos de mi casa. Mucho más lejos de lo que me quedaba la peatonal. Y siempre soñé con cruzármela de frente, entre toda esa gente desconocida. ¡Sofía! —le hubiese dicho— ¡Qué casualidad encontrarte por acá! Demás está decir que por aquellos tiempos nunca me la crucé por la peatonal. Muy de vez en cuando la veía en alguna reunión de amigos pero esos encuentros eran demasiado espaciados, yo era uno más entre tantos y no aguantaba no verla por demasiado tiempo. Por eso iba a la peatonal. A soñar que la encontraba y nos poníamos a charlar. ¿A qué otro lugar que no fuera la peatonal de mi ciudad tendría que ir para encontrarla? Si allí íbamos todos… a caminar, a comprar, a pasear, a perder el tiempo, con nuestros amigos o con nuestros hermanos. Cuando llegaba a la peatonal la recorría de punta a punta cuatro veces. Para mí la peatonal terminaba donde para otros empezaba. Al sur. Por el solo hecho de que yo llegaba caminando desde el norte. Y al sur estaba el teatro municipal con sus grandes escalinatas. Cuando llegaba al teatro, pegaba la vuelta para hacer un nuevo intento de encontrarla. La caminata siempre era lenta y atenta. Miraba para todos lados, deseaba casi con desesperación que ese día ella hubiese decidido ir a la peatonal a pasear o a lo que sea; cada vez que recorría sus calles anhelaba encontrarla. Más de una vez me crucé con algún familiar, o con algún amigo, por lo que terminaba olvidándome de Sofía, de su eterna ausencia, y me distraía con mi nueva compañía. Pero cuando llegaba nuevamente al principio —al norte— de la peatonal, giraba sobre mí mismo y emprendía un nuevo recorrido que terminaba en las escalinatas del teatro municipal, donde me sentaba solo a fumarme un pucho y mirar la gente pasar. Quién me iba a quitar la esperanza de que justo pasara frente al teatro y de que se sentara un ratito, o toda una eternidad, a mi lado para conversar.
Mis caminatas actuales además de servirme como un grato escape del mundo, me ayudan a descontracturarme, a agilizar mis rodillas, a no aumentar el volumen abdominal aún más, a controlar el colesterol. Ahora sí tuve que hacerle caso al médico. Pero le veo el lado bueno: no tuve que esforzarme demasiado.
Quienes me conocen saben que jamás tuve tacto para tratar con las mujeres. Siempre estuve a contramano de mis amigos. Si la moda consistía en usar pantalones bombilla, yo usaba los más anchos que conseguía. Si había que usar el cabello corto, me lo dejaba largo. Si se usaba barbita incipiente, me afeitaba; y cuando se trataba de lucir la tez suave, me dejaba crecer una barba espesa. Si las zapatillas se me rompían, no las tiraba, no las cambiaba: las emparchaba. Ahora, desde la adultez, razono: ¿por qué razón lógica Sofía se hubiese parado o acercado a hablar conmigo, si hubiese pasado frente a la escalinata del teatro, o si me la hubiese cruzado en alguna de las innumerables caminatas por la peatonal?
Este continuo fracaso en mi relación con las mujeres, lo corroboré justamente, semanas atrás, cuando volví a la peatonal y, ¡oh, sorpresa!, me crucé con Sofía. Obviamente, no la esperaba y eso me causó un poco de estupor. Fueron dos o tres minutos de una charla sin sentido y por compromiso. ¿Te casaste?, me preguntó como si eso fuese un paso ineludible en la vida del ser humano. No, contesté. Y no me quedó otra que continuar el diálogo: ¿Y vos? Sí, con Francisco, ¿te acordás? No me acordaba, tampoco me importaba. Creo que me dijo que tenía hijos, o hijas, no sé cuántos. Sofía miraba constantemente hacia los costados, como si la muchedumbre que iba y venía a nuestro lado la molestara, la agobiara. Y lo dijo por fin: Odio la peatonal. Jamás me gustó. Tanta gente me molesta… Empecé a sentir que mi estupidez, no solo adolescente sino de toda la vida, no podía ser mayor e indagué: ¿No venías cuando éramos jóvenes a pasear con tus amigas? ¡Jamás! Me parecía tonto venir a perder el tiempo entre tanta gente indiferente. Para pasear siempre encontraba lugares mucho más lindos e interesantes. ¿Acaso vos venías? Creo que cambié de color, tragué saliva y tartamudeé un mentiroso no, no me gustaba… Intercambiamos dos o tres oraciones más y llegó el beso de despedida en la mejilla.
Mientras Sofía sigue su vida con su marido y sus hijos, yo seguiré caminando hasta el día que me muera, los auriculares puestos con la música a full y la mente perdida en quién sabe qué deseos, o qué recuerdos, o qué mundos inverosímiles que, como siempre, se me ocurrirán. Pero quizás ya sea demasiado tarde para plantearme por qué razón siempre hice lo que no tenía que hacer.

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